¿Qué nos contarían nuestros hijos si pudieran hablar? Tal vez algo así:
Desde que cumplí nueve meses empecé a notar a mis padres algo pesados con
la comida. Hasta entonces, mis padres me daban de comer bastante bien; pero
empezaron a querer darme otra cuchara da cuando yo ya había acabado, y un
día intentaron meterme una cosa gelatinosa y repugnante que llamaban
sesito y decían que era de mucho alimento. Al principio eran hechos
aislados, y no le di mucha importancia. A veces, para verles contentos, me
comía la cucharada de más, aunque luego me encontraba pesado toda la tar de
y tenía que tomar una cucharada menos por la noche. Ahora me arrepiento, y
pienso si no debí ser más estricto desde el principio. ¿Será verdad eso que
dicen de que, si cedes ante tus padres aunque sólo sea una vez, se malcrían y
luego siempre están exigiendo? Yo siempre había pensado que educaría a mis
padres con paciencia y diálogo, lejos de los autoritarismos del pasado... pero
ahora, a la vista de lo sucedido, ya no sé qué pensar.
El verdadero problema empezó hace un mes y medio, cuando yo tenía diez. De
repente, empecé a encontrarme mal. Me dolía la cabeza, la espalda y la
garganta. Lo de la cabeza era lo peor, cualquier ruido resonaba y me recorría
el cuerpo de abajo arriba y de arriba abajo. Cuando la abuela me decía Cuchi
Cuchi (ella me llama Cuchi Cuchi, y a mí, la verdad, casi me gusta más que
Jonathan) sentía que mi cabeza iba a estallar. Y, para colmo, en vez de desahogarme
llorando, como otras veces, mi propio llanto me resonaba en los
oídos y cada vez estaba peor. Esa especie de plastilina amari llenta que a veces
aparece en mi pañal (no sé de dónde saldrá, pero mamá nunca me deja jugar
con ella) también cambió; olía mal y me escocía el culito. Alberto, un amigo del
parque, que ya tiene trece meses, me dijo que eso era un virus y que no tiene
importancia; pero mis padres no deben de entender tanto de eso como Alberto,
porque parecían preocupados, como si no supieran qué hacer.
Durante casi una semana, es que no podía ni tragar. Suerte del pecho, que
siempre entra bien; pero lo que es las papillas, se me ponía como una cosa
aquí en la garganta que acababa vomitando. Y lo extraño es que ni siquiera
tenía hambre. Yo les decía a mis padres lo que pasaba, pero no entendían
nada. A veces me desespero con ellos, y pienso que ya va siendo hora de que
aprenda a hablar. Todo lo entendían al revés. Yo lloraba flojito y largo,
diciendo abrázame todo el rato y ellos me dejaban en la cuna. Yo ponía cara
de hoy, la verdad, no me apetece nada y ellos venga a darme más comida.
Yo hacía muecas de una cucharada más y vomito y ellos se enfadaban y
gritaban, y decían no sé qué de marranadas.
Por suerte, el dolor de cabeza y todo eso sólo duró unos días. Pero mis padres
no han vuelto a ser los mismos. Siguen empeñados en darme comida que noquiero. Y no ya una cucharada más, como antes; ahora pretenden que coma el
doble o el triple de lo normal. Se comportan de una manera muy rara; tan
pronto están eufóricos y hacen el indio con la cuchara gritando ¡el avión,
mira el avión, brrr r r ruum! como se ponen agresivos y me intentan abrir la
boca a la fuerza, o les entra la depre y se ponen a gimotear. Pensé si no sería
el virus, si no les estaría doliendo también la cabeza y la espalda. Sea lo que
sea, el caso es que la hora de comer se ha convertido en un verdadero suplicio;
sólo de pensarlo me entran ganas de vomitar, y se me quita la poca hambre
que tengo...