Cuando escuchamos la palabra "inmigrante", generalmente nos referimos a ella en términos de legalidad o ilegalidad, y siempre dentro del contexto de nuestro entorno geográfico, de nuestra realidad fronteriza, o a causa de nuestra propia procedencia emigrante. Pero, ¿quién es un inmigrante?
Antes de que existieran las fronteras, ya existían los inmigrantes. El ancho y espacioso planeta propuso al ser humano la posibilidad de encaminarse a nuevos horizontes, a tierras desconocidas, y movió a miles de personas a efectuar peregrinajes voluntarios o forzados, descubriendo así geografías ignotas y arriesgadas, en donde erigieron asentamientos humanos y fundaron nuevas naciones.
Fue sudor inmigrante el que amalgamó el cemento que edificó nuevas civilizaciones. Fue sangre de inmigrante la que tiñó de rojo las banderas de naciones pequeñas y grandes. Y fue la vida y la muerte de quienes quedaron en el camino lo que inspiró a levantar altares que simbolizaron el valor del caminante.
Pero ¿qué decir de nuestra propia identidad y origen? ¿No llegamos hasta aquí porque en tierras lejanas nuestros ancestros nos embarcaron en sus entrañas y nos sembraron en este suelo que llamamos nuestro, el cual fue para ellos tierra extranjera? Además, ¿quién puede asegurar que el nativo de hoy no se convertirá en el inmigrante del mañana, y que el inmigrante no se convertirá algún día en nativo?
¿Fue el inmigrante europeo que huyó de la monarquía mejor que el inmigrante latinoamericano que escapa hoy de la pobreza? ¿Fue más heroico cruzar el océano en un barco que transitar hoy el desierto marchando al ritmo de un par de zapatos?
Si el caminante muere en su trayecto, ¿es la humanidad de un inmigrante de piel oscura menos valiosa que la de uno de piel clara? ¿Renuncia un ser humano a tener hambre y sed, frío y calor, sueño y cansancio, solamente porque cambia su piel nativa por una emigrante? Cuando se le desnuda de todo desprecio, de todo prejuicio, de toda discriminación, y de todo rechazo, ¿no es el inmigrante simplemente un ser humano?
El inmigrante es un monumento en movimiento que pregona en silencio el legítimo derecho a la búsqueda de una vida mejor. Con su frágil efigie y su caminar por rutas clandestinas, el emigrante simboliza el palpitar de la necesidad humana. Para estas almas errabundas, traspasar fronteras políticas no es un capricho demográfico, sino el apremio de huir de la guerra, la pobreza y la persecución, o por la imposibilidad de permanecer en áreas devastadas por desastres naturales, que turban su paz nativa y le dibujan un rostro de geografía rota.
El inmigrante es un ser sin latitudes ni coordenadas. Su brújula es la dimensión de su propia migración. La incertidumbre, su itinerario, y sus zapatos, el único escudo para sus pies peregrinos, que buscan en cada jornada una quimera, y en cada quimera una tregua. El inmigrante es, finalmente, el eco contemporáneo de un clamor primitivo que reverbera en las veredas milenarias; una voz que recorre la acordonada geología de un planeta que nació sin fronteras.
Cuando regresamos a nuestro contexto migratorio, recordamos que nuestro sueño se torna en pesadilla, al acudir cada mañana al drama de enumerar las vidas rotas de los emigrantes que cruzan el desierto. Y nos volvemos a ver en el espejo de nuestra realidad para preguntarnos qué vamos a hacer con el desprestigio y la indiferencia que le hemos impuesto al emigrante moderno. Nuestra supuesta compasión combate con nuestra impiedad para decidir si permitiremos que las púas de los alambres del desprecio y el rechazo se claven en las frentes de estos seres desterrados por su desgracia oriunda, o les emanciparemos con una amnistía moral ofrendada a sus almas emigrantes.
Aún tenemos que resolver si consentiremos que nuestro orgullo se levante cuando nos sentamos a la mesa a comer un fruto que se vuelve prohibido, por disfrutarlo a sabiendas que fueron las mismas manos inmigrantes que condenamos las que lo recogieron de la tierra, o por el contrario, si encorvaremos nuestra presunción en penitencia cada vez que veamos la espalda de un trabajador que se arquea para lanzar la flecha de su denodada labor.
Todavía tenemos que reevaluar nuestra semántica prejuiciosa y lavar nuestro vocabulario con el jabón de la condescendencia, y anular de nuestro diccionario de justicia social los adjetivos que denuncian nuestro léxico despectivo, con el que medimos la longitud de nuestra estatura humana, al proferir palabras como "mojado" o "ilegal".
Desnudémonos hoy de nuestra supuesta jactancia nativa, y condescendamos con el inmigrante. Al hacerlo constataremos que en la desnudez de su condición humana, su situación transitoria es un espejo que descubre nuestra verdadera identidad y nos recuerda nuestro destino final, en el que no somos diferentes, superiores, ni mejores a él.
Después de todo, el corazón pasajero de un inmigrante nos debe recordar a todos por igual que nuestras vidas son efímeras; que somos peregrinos en nuestra jornada existencial. En ese sendero, todos somos emigrantes, hasta que se demuestre lo contrario.